sábado, mayo 22, 2010

Las virgenes suicidas

La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de
suicidarse —esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese—, los
dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el
cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la
que podía atarse una cuerda. A nosotros nos pareció que, como siempre,
salían demasiado lentamente de la ambulancia, mientras el gordo
decía en voz baja:
—Que no es la tele, tíos, aquí no hay que correr. Cargado con el
pesado respirador y la unidad cardiaca, pasó entre los arbustos, que
habían crecido monstruosamente, y cruzó el descuidado césped que
trece meses atrás, cuando empezó todo, estaba pulcro e inmaculado.
Cecilia, la pequeña —no tenía más que trece años—, fue la primera
en hacer el viaje: se cortó las venas, como los estoicos, mientras
tomaba un baño, y cuando la encontraron flotando en el agua teñida de
color de rosa, con los ojos amarillos de los posesos y aquel cuerpecito
que exhalaba olor a mujer madura, los sanitarios se llevaron un susto
tan grande al verla en aquel estado de sosiego, que se quedaron clavados
en el sitio, como mesmerizados. Pero de pronto irrumpió la señora
Lisbon dando gritos y la realidad de la habitación se hizo patente:
sangre en la estera del baño, la navaja de afeitar del señor Lisbon en el
lavabo, jaspeando el agua. Los sanitarios sacaron el cuerpo de Cecilia
del agua caliente, que acelera la hemorragia, y le aplicaron un torniquete
en los brazos. El cabello mojado le colgaba por la espalda y ya
tenía las extremidades azules. No dijo ni una palabra pero, cuando le
separaron las manos, encontraron una estampa plastificada de la
Virgen María apretada contra los pimpollos de sus pechos.
Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del pescado, cuando,
como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros insectos. Se
levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago
contaminado, y oscurecen las ventanas, cubren los coches y las farolas,
cubren las dársenas municipales y cuelgan como guirnaldas de las
jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la
escoria voladora. La señora Scheer, que vive calle abajo, nos dijo que
había visto a Cecilia el día anterior al intento de suicidio. Estaba junto
al bordillo, con el antiguo traje de novia del que había cortado el
dobladillo y que nunca se quitaba de encima, observando un Thunderbird
envuelto en moscas del pescado.

Me encanta el libro con ese comienzo tan fascinante, al ver la pelicula antes que leer el libro fue magnifico al leer poder ver las imagenes en mi mente...

No hay comentarios:

Publicar un comentario