miércoles, julio 07, 2010

Un mundo sin fin - Kent Follet


Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.

El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibía el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que ese año además caía en domingo, por lo que sería dñia de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.

A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.

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